Cultura

Entretextos: “Dormir donde nadie mira”, una crónica marplatense de Carolina Favini

Un encuentro que lleva a reflexionar sobre las personas que viven en la calle y cómo esta puede convertirse en el último refugio. Y en el más cruel.

Por Carolina Favini (*)

Bajo del colectivo 522 en Olazábal casi Luro. La mochila colgando de un solo hombro, el celular en el bolsillo delantero del pantalón, la tarjeta SUBE en una mano y, en la otra, el apunte impreso a último momento. Son casi las 8 de la mañana de un sábado helado de junio y estoy llegando tarde a clase. Acomodo la mochila sobre la espalda y me apresuro a cruzar Olazábal con el semáforo en verde y rumbo a la calle Funes. Siento la vibración del celular e intento sacarlo sin detener la marcha. No me gusta llegar tarde, nunca me gustó. Es una compañera que pregunta si me dormí. Quiero contestarle, pero el frío me entumece los dedos. Pienso en enviar un mensaje de voz cuando lo escucho. O lo veo. O ambas cosas al mismo tiempo.

Una silueta envuelta en una enorme frazada, sale de la vía que corta la avenida Luro entre Olazábal y Funes y mi corazón se paraliza.

—Cuidado, señorita, que la zona se puso peligrosa —advierte y reconozco esa voz.

Miro la hora, 8:06. Me doy vuelta y él sigue ahí. ¿Le pregunto o me voy a cursar? Seguro que ni me reconoció, me digo a mí misma y continúo. Un paso, dos, otro más, pero la sensación de esos ojos aún posados sobre mi cuerpo me obliga a volver.

—Me pareció que eras vos —le digo, deshaciendo el trayecto.

Nos saludamos. Todavía envuelto en mantas, se despereza sentándose sobre un pilar de cemento húmedo. Nos conocemos desde hace unos ocho años aproximadamente, pero prefiere permanecer en el anonimato para esta publicación, por lo que no voy a ahondar en detalles. Solo diré que tenemos la misma edad y que él ha perdido la cuenta de cuántos inviernos lleva durmiendo al aire libre.

Le pregunto cómo está mientras froto mis manos contra el pantalón para entrar en calor.

—Acá el frío no se aguanta con ropa, sino con costumbre —dice y el aliento le sale en pequeñas nubes.

Aviso por WhatsApp que iré directamente a la segunda hora y le propongo, a él, acercarnos hasta la cafetería de Luro y San Juan a buscar un café o algo caliente.

—¿En serio? —pregunta.

—Sí. Hace mucho que no nos vemos y, de paso, zafé de una materia que es un embole. Me pide que lo espere. Lo veo adentrarse nuevamente en la vía. A un costado, entre las plantas que sobresalen del alambrado, asoma un colchón. Se quita la frazada, la dobla, la enrolla y la ata antes de esconderla entre las ramas. Se saca la capucha, luego el gorro de lana, se peina con los dedos y vuelve a colocárselo. Solo entonces apura el paso hasta donde lo espero.

Conversamos mientras caminamos. Le pregunto por el niño, hoy ya de dieciocho años, por quien lo conocí.

—Se escapó de la Primera (N. de R.: Comisaría Primera, ubicada en Av. Independencia N° 1751) y como al mes lo agarraron de nuevo. Debe estar en Batán —dice encogiendo los hombros.

Entramos al café y todas las miradas se posan en nosotros. El silencio es inmediato. Saludo y pido la carta.

—¿Se van a quedar acá? —pregunta el mozo con tono poco amable.

Miro a mi compañero de desayuno y noto la bronca en sus ojos. Su aspecto lo señala, lo excluye, lo desiguala. Reitero el saludo y digo que primero vamos a elegir. El mozo se retira y, como si un imán los atrajera, los cuatro empleados se agrupan en un rincón. Intentan disimular, pero él y yo sabemos que nos observan. También lo hacen los dos hombres en la mesa junto a la ventana de la calle San Juan, la pareja sentada al fondo del salón y los taxistas que toman mate apoyados contra la vidriera de la tienda Los Gallegos.

Leemos la carta y elegimos: un café con leche con tres medialunas para él y un café con dos, para mí. Hace demasiado frío y no quiero sentarme en la calle, pero tampoco permanecer ante la mirada de quienes allí se encuentran. No me atrevo a preguntarle qué prefiere, pero él se adelanta, como si leyese mi pensamiento, y me dice que mejor lo tomemos en la vía.

—Para llevar —le indico al cajero.

Mientras volvemos, habla de lo que acaba de pasar. Está enojado, aunque admite que no es nada nuevo. Relata diferentes situaciones: con “gente bien”, con pibes pasados de porquerías que se hacen los picantes, con la policía. No tengo nada que agregar.

Muchas de las personas que duermen en la calle son marplatenses de toda la vida: expulsados del trabajo, de los alquileres, de sus redes familiares, del mismísimo sistema. Otros tantos, quedaron varados tras una temporada que no fue como esperaban y con la indigencia como único horizonte.

En los hoteles del centro –que en temporada alta cobran muy bien la noche– hay habitaciones que se alquilan por día. Algunos “tienen suerte” y logran juntar lo suficiente para evitar el cartón por unas horas. Otros se amontonan en pensiones sin servicios básicos ni preguntas.

El Estado, cuando aparece, lo hace con dispositivos transitorios: paradores con horarios estrictos, cupos limitados y condiciones que muchos no pueden cumplir. Si tenés perro, si estás bajo los efectos de alguna sustancia, si no querés separarte de tu pareja, quedás afuera. Así, la calle se convierte en el último refugio. Y en el más cruel.

Nos sentamos casi en el mismo lugar donde nos cruzamos. El frío del cemento atraviesa el jean y también la calza que llevo debajo. Él, en cambio, parece ser inmune a ese choque de temperaturas. Por un momento, la calle se transforma en un pequeño living.

Frente a nosotros, la heladería y los comercios están cerrados. A la derecha, la gomería sube sus persianas. En la esquina de Olazábal, varias personas esperan el colectivo.

Lo veo meter la medialuna en el vaso plástico como si quisiera disolverla en el café y comerla con avidez. Se da cuenta de que lo miro y ambos sonreímos. Le pregunto qué extraña.

—Sentarme en una silla, la sobremesa, las carcajadas con la panza llena.

Sus manos, al igual que las mías, intentan absorber el calor del vaso.

—El silencio, también —agrega—. El silencio de una casa porque la calle nunca se calla. Mirá el quilombo que hay ahora y ¿qué hora es?, es re temprano —hace un gesto de fastidio con el brazo, casi infantil, y continúa—. De noche siempre hay un motor, una pelea, un grito, algo de lo que te tenés que cuidar. Y a mi vieja bueno…pero a ella la extraño siempre. Van como veinticinco años que la perdí. Capaz si ahora tenía a mi viejita, hoy no estaba acá. No, no sé —repite el gesto del brazo—. Si la hice agarrar cada bronca también. Siempre me tiró la calle, el barrio, hacer lío con los pibes y bueno, ¿viste cómo es? Una cosa llevó a la otra.

El sonido de mi celular nos interrumpe. No tengo ganas de ir a cursar, pero me obligo. Me despido, le pido que se cuide y le digo que todos los sábados paso por ahí a la misma hora. Me agradece y pide disculpas por si me asustó al encontramos. Dice también que, si no es molestia, me acompaña hasta la esquina y juntos empezamos a caminar.

Mientras la ciudad balnearia espera la llegada de un nuevo verano, él, como tantos otros, pasará otra noche más a la intemperie, durmiendo poco y mal, comiendo las sobras de una sociedad que lo margina, vistiendo ropa que otros descartan, utilizando lo que otros desechan.

—Vos escribí lo que quieras —grita mientras me alejo— pero que sepan que acá seguimos, que nosotros también existimos.

En el frío invierno marplatense que se mide en grados, pero también en la cantidad de miradas que no se detienen, en las ventanillas de los autos cerradas para evitar la culpa y en los discursos de los políticos que creen que la ciudad hiberna y no que sufre, hoy sus derechos no existen. Tal vez haya cometido errores. Tal vez la sociedad se equivocó con él. Pero hay algo que, claramente, está mal.


(*) Carolina Favini (1983, Mar del Plata) es acompañante terapéutica y trabaja con niños y adolescente en situación de vulnerabilidad. Realizó varios talleres de escritura creativa, entre ellos, el dictado por Evangelina Aguilera. Es autora de los libros de cuentos ‘Correr el telón’ (Gogol Ediciones, 2021), ‘Diario de caza’ (Gogol Ediciones, 2023) y la novela ‘El mar en el que me hundo’ (Vinciguerra, 2025).   

Te puede interesar

Cargando...
Cargando...
Cargando...